La pereza
Ese estado de ánimo tan humano y peligroso. Una mirada filosófica e histórica sobre un síntoma que algunas culturas rechazan y otras enaltecen. El mandato religioso, la culpa moderna y el terror a no hacer nada. Escribe Diana Cohen Agrest
Por Diana Cohen Agrest
Para LA NACION - Buenos Aires 2010
Blusas en lugar de camisas con botones. Cierre abrojo en lugar de de cremallera. Encendido electrónico de los mecheros de cocina en lugar del vulgar fósforo. Caja automática en los automóviles. El control remoto. La lista parece no tener fin, apenas nos ponemos a pensar en cuántas invenciones fueron creadas con el solo fin de alimentar nuestra humana pereza.
Igualmente pródigo es el Diccionario de la lengua española de la Real Academia cuando consigna toda una constelación de vocablos para aludir a ella. Semejante riqueza terminológica no se ocupa sino de agraviar al que la padece: negligencia, flojera, haraganería, molicie, desidia, descuido, dejadez, indolencia, inercia. No más laudatorio es hacia el "vago", definido como holgazán, perezoso y poco trabajador.
Con un matiz socialmente más aceptable, se acuñó el término "procastinar", con el que se nombra la manía de diferir la realización de tareas que deberían llevarse a cabo, las cuales suelen ser reemplazadas por otras actividades más irrelevantes pero más placenteras de realizar. De ella nos previene el refrán "No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy". Y su uso -y abuso- es el pan nuestro de cada día: "Mañana me pongo a buscar trabajo" o "El lunes empiezo la dieta" pueden expresar un temor al fracaso, una personalidad perfeccionista que se sabe imperfecta, una baja tolerancia a la frustración, todas ellas condiciones de la existencia que explicarían este fenómeno. Como también lo es un exceso de autoconfianza, por ejemplo cuando, incrédulos, escuchamos decir: "Me pongo y en una semana preparo la materia para rendir".
Menos sofisticada, pero igualmente iluminadora, es nuestra "fiaca", retratada por Ricardo Talesnik en una puesta teatral estrenada en 1969 y llevada luego al celuloide. En La fiaca , Norman Briski encarnaba a un empleado de oficina que decide un día rebelarse frente a su rutina y no va a trabajar porque tiene "fiaca". "Tengo fiaca", confesamos descontando cierta comprensión en nuestro interlocutor. Tal vez porque la fiaca no es tomada por un rasgo de carácter sino como una condición transitoria y apenas una debilidad humana libre de condena. En cualquier caso, la ambigüedad valorativa de la pereza se manifiesta en su derrotero zigzagueante: elogiada o vilipendiada, la pereza suele ser tan reconocida como, las más de las veces, negada.
Pero esta miríada de formas y palabras para designarla debe distinguirse del aburrimiento y la depresión. Mientras que el aburrimiento, en su origen etimológico, refiere a abhorrere , el horror al desencadenamiento de un proceso de desorganización que impide desear, la pereza significa no desear lo suficiente como para poder desear. Y la palabra depresión proviene de depressus , abatimiento, y define un trastorno clínico tratable con una variedad de terapias que van desde el psicoanálisis hasta el Prozac, bautizado "la píldora de la felicidad". Es cierto que ya los monjes medievales descubrieron cierta proximidad entre ellos. Es más: a menudo se acompañan en una simbiosis autodestructiva. Pero por suerte no es un axioma. Si lo fuera, no podríamos deleitarnos gozosamente con la fiaca.
Noble linaje
En otros tiempos -cuando todavía no era asociada con la omisión de cualquier labor productiva- la pereza era una condición dichosa en la cual solazarse. Y aunque los filósofos en la Antigua Grecia no se ponían de acuerdo en el origen o en la naturaleza del cosmos, en cierta cuestión habrían alcanzado un consenso universal: el trabajo era una actividad aborrecible. Escribe Platón en su República cuando, como un arquitecto utópico, construye imaginariamente su ciudad ideal:
La naturaleza no ha hecho al zapatero ni al herrero; tales ocupaciones degradan a los que las ejercen: viles mercenarios, miserables sin nombre, que son excluidos por su mismo estado de los derechos políticos. En cuanto a los negociantes, habituados a mentir y engañar, serán tolerados en la ciudad como un mal necesario.
Sólo el hombre que goza del ocio es libre, porque sólo el hombre libre puede gozar del ocio. Esa aversión hacia la producción o el intercambio de bienes materiales fue adoptada por los romanos, quienes privilegiaron igualmente el otium sobre las actividades productivas. Cicerón se pregunta:
¿Qué puede salir de honorable de un negocio? ¿Y qué puede producir de honesto el comercio? Todo lo que se llama negocio es indigno de un hombre honrado... Los negociantes no pueden ganar sin mentir, y ¿qué hay más vergonzoso que la mentira? Por lo tanto, es necesario considerar como algo bajo y vil el oficio de todos los que venden su pena o su industria; puesto que cualquiera que cambie su trabajo por dinero se vende y se pone a nivel de los esclavos.
En un principio, el ocio era la práctica social por excelencia de los ciudadanos libres, mientras que el negocio era un lastre vergonzante reservado a los charlatanes sin cuna. Sin embargo, la novedad en la concepción romana del ocio consiste en la introducción del ocio de masas: pero aunque al circo romano asistía el gran público y se constituyó en el pasatiempo popular por excelencia, habría sido diseñado como un dispositivo de control social por parte de la clase patricia.
Esta visión exultante de la ociosidad privativa del mundo grecorromano sería opacada por las enseñanzas cristianas que hicieron de la pereza la fuente de incontables males.
La caída
Ese paraíso que hacía del ocio la suprema virtud de los seres libres llegó a su fin. No sólo el ocio se volvió pecado sino que muchos placeres terrenales tuvieron igual destino. Cierto monje y teólogo del siglo IV, Evagrio Póntico, enumeró por vez primera los que, en sus orígenes, eran ocho pecados capitales, ordenados en orden creciente de gravedad: gula, lujuria, avaricia, tristeza, ira, acedia, vanagloria y soberbia. Disconforme con el orden y calidad de los vicios, en el siglo VII Gregorio I añadió la envidia y eliminó la vanagloria (por su cercanía con la soberbia) y la acedia (por su semejanza con la tristeza). La lista presentada en su Moralia in Job , incluía la soberbia, la envidia, la ira, la tristeza, la avaricia, la gula y la lujuria.
El derrotero de los pecados no concluye allí porque la lista canónica, tal como la reconocemos hoy, cambió la tristeza por la pereza. Una de las razones alegadas es que se consideraba que la tristeza era algo demasiado vago para ser calificado de pecado mortal, apreciación que condujo a que la Iglesia la reemplazara por la pereza en el siglo XVII. Porque ya dos siglos antes, Tomás de Aquino señalaba que la tristeza o acedia aquejaba a los monjes a las cuatro de la tarde, cuando se exacerbaban la indiferencia abismal hacia sí mismo y hacia los otros y se desencadenaban el aburrimiento, la apatía y la inercia: dominado por una pasividad indolente que recaía en el descuido en las tareas religiosas, el monje estaba expuesto a este desinterés imputable a cierta tristeza y desesperación, rapidamente asimilado a la melancolía.
Pasaporte al infierno
Al igual que cada uno de los otros seis pecados, se pensó que la tristeza, acedia y, más tarde, la pereza, era la madre de una familia de pecados más livianos, entre otros, la holgazanería, la inactividad, la modorra, la inestabilidad y la locuacidad. Pero en el plano espiritual y religioso y desde su génesis misma, esos estados del alma no significaban un mal menor, pues suponían privilegiar el goce de los sentidos y el desprecio del trabajo espiritual.
En la dimensión teológica, el hombre tiene el deber no sólo de resistir al Mal, sino de hacer el Bien. Lo pecaminoso de estos pecados consiste no tanto en cometer una blasfemia contra Dios como en dejar de actuar a favor del Bien, permitiendo al alma vagar sin objetivos o sucumbir en una parálisis de la voluntad. Si hay una suerte de combate maniqueo entre las fuerzas del Bien y las del Mal, la inercia humana es la capitulación ante las fuerzas de la oscuridad, cuando el espíritu se sustrae de los propios pensamientos, talentos y deseos, apartándolos de la sociedad o del servicio a Dios. Es el drama de la historia y del mundo, toda vez que el progreso o el repliegue del Bien y del Mal dependen de las acciones humanas. Cuando un elemento de voluntarismo humano se concede a los hombres, o cuando los deberes con respecto a Dios o a la historia son necesarios para enfrentar el destino, la omisión de la acción aparece como un pecado. En otra teoría de la salvación como es el budismo, no hay Nirvana posible, no hay apaciguamiento de toda inquietud del espíritu, sin la contemplación, la inactividad y el retiro de la acción, sin la meditación liberadora de las ligaduras que nos atan al mundo y que reposa, cuando menos para una mirada occidental, en cierta forma de pereza.
El pecado de la acedia, asimilado a la tristeza, fue rebautizado como "pereza", la cual nunca pudo liberarse de esa carnadura pecaminosa, propia del espíritu que -ante la incapacidad de superar los obstáculos- huye del Bien. Pero existió una razón más poderosa que las razones de la fe que exigieron esa nueva clasificación de los pecados. El cambio aconteció cuando esa expresión poderosa de los espíritus melancólicos que caminaban por los pasillos conventuales abandonó el confinamiento de los claustros y se tornó una verdadera amenaza para el orden social.
El pecado anticapitalista
El cambio fundamental introducido por la Reforma fue su trasvaluación del trabajo, entendido como el ejercicio de la laboriosidad al servicio del individuo y de la comunidad, en el supremo deber moral de todo ser humano. Tal como señalaba Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo , las homilías hicieron de la pereza el pecado más pecaminoso. Como orfebres de las almas (y de los cuerpos), los pastores predicaban las virtudes del trabajo y tallaban la imagen del feligrés que consagra su laboriosidad a la glorificación de Dios en la Tierra. Toda resistencia a la acción se tornó una injuria contra el Señor pues, declara Weber, "lo que sirve para aumentar su gloria no es el ocio ni el goce, sino el obrar, por tanto, el primero y principal de todos los pecados es la dilapidación del tiempo".
Desde la lente moral del rigorismo protestante, la pereza es vista como el vicio que promueve el goce de las posesiones materiales y estimula el uso complaciente de la riqueza en tentaciones de la carne, frívolas y peligrosas. En esta atmósfera, la consagración absoluta al trabajo invade la vida pública y privada: "Perder el tiempo en la vida social, en lujos -describía Weber en estos términos el escenario cotidiano de ese entonces-, incluso en dedicar al sueño más tiempo del indispensable para la salud -de seis a ocho horas como máximo-, es absolutamente condenable desde el punto de vista moral".
Con el florecimiento del capitalismo y la irrupción de la Revolución Industrial, la indolencia se secularizó, en la medida en que perturbaba el progreso material e inhibía la virtud de la diligencia. Se transmutó en un pecado hacia un tiempo mensurable, uniforme, cotidiano, no reversible: el tiempo del reloj. Si la pereza es el pecado que se define en relación con la pérdida de tiempo y nada hay más preciado que el tiempo, en la vida profana, el tiempo es oro y la pereza se torna un pecado contra la ética capitalista del trabajo.
Los biempensantes
Esa enseñanza perdura aún hoy, cuando se cree que todo aquello que hace que la vida valga la pena de ser vivida suele ser expulsado del reino de la pereza: el desafío, el estrés, el deseo, la iniciativa y el regocijo de usar el propio talento para vencer las fuerzas que se nos oponen. Por añadidura, el trabajo como promesa de felicidad, como apuesta al futuro, supone una recompensa: el merecido descanso. Todavía compartimos la idea de que el ocio, definido ya como un impasse en el trabajo, ya como tiempo libre o como diversión u ocupación reposada, en cualquier caso parece ser un derecho bien ganado. En cambio la ociosidad, portadora de un matiz innegablemente peyorativo, es definida como el vicio de no trabajar, perder el tiempo o gastarlo inútilmente.
En "De la ociosidad y el deber de combatirla", Kant recoge estos matices y señala una distinción interesante entre la ociosidad y el ocio del jubilado que "no tiene nada que ver con la desidia", o lo que es lo mismo, entre el ocio asimilable a la pereza y el llamado "ocio merecido". El último es un derecho que supone, en sus palabras, "la coronación de una vida activa"; la ociosidad, en cambio, es siempre viciosa, porque "son las acciones, y no el goce, las que hacen al hombre experimentarse como un ser vivo. Cuanto más ocupados estamos, más vivos nos sentimos, cobrando mayor conciencia nuestra vida... El valor del hombre estriba en la cantidad de cosas que hace". Fiel a la directriz que vincula la economía con la ética, Kant nos advierte que mientras que la ociosidad atenta contra el trabajo productivo, el ocio es una necesidad vital que compensa el trabajo cumplido.
El ideal del homo laborans que alentó el desarrollo del capitalismo fue ennoblecido por quienes proclamaron los ideales de la Revolución Francesa. De allí en más, las fortunas heredadas o la pertenencia a un linaje apenas importarían porque el mundo ofrecería una oportunidad a los triunfadores.
El derecho a holgar
Ese statu quo que afianzaba la fe en el trabajo y consideraba el ocio una recompensa bien ganada tuvo un nuevo giro en el siglo XIX. Aunque se suponía que las máquinas iban a reducir el trabajo, el efecto fue diametralmente opuesto: el trabajo se incrementó. Pues en lugar de reducir el tiempo consagrado a la producción de bienes, el excedente condujo a la búsqueda de nuevos mercados donde podría ser comercializada una sobreproducción hecha realidad gracias a un proceso productivo que se retroalimentaba a costa del trabajo asalariado.
En ese escenario, las luchas obreras bregaban por la legalización de la reducción de la jornada a diez horas. El mismo Karl Marx anticipó la transformación social del trabajo, profetizando un incremento del tiempo libre que emanciparía, finalmente, a los hombres de la necesidad y brindaría a los trabajadores la oportunidad de desarrollar su creatividad. Sin embargo, su visión del mundo no era la de un mundo indolente, sino la de un universo productivo donde se aboliría la división del trabajo pero no el trabajo como tal.
Pero en pocos años una voz tanto o más disonante intentaría desenmascarar los propios supuestos de la Revolución Socialista, animada por una idea tan revolucionaria como quimérica: la pereza -lejos de ser un pecado o un vicio- fue proclamada como un legítimo derecho individual. Es la tesis de Paul Lafargue, discípulo rebelde (y yerno) de Marx, quien compuso El derecho a la pereza , publicado en 1883, con el que impulsó un debate en torno al socialismo utópico todavía no resuelto, en una suerte de "antimanifiesto" en cuyas páginas defenestra el trabajo y defiende el placer como máximo objetivo de la clase obrera. Lafargue insiste en que, con o sin dictadura del proletariado, el trabajo asalariado es un vástago enmascarado de la esclavitud, y que lo que verdaderamente nos realiza es el ocio placentero.
Mientras que el Manifiesto del Partido Comunista -publicado en 1848 con las firmas de Marx y Engels- prometía que, con la revolución socialista, "los proletarios... no tienen nada que perder, como no sean sus cadenas", el yerno opositor da un paso más en el desocultamiento de los procesos capitalistas de producción, proponiendo una reducción radical del tiempo consagrado al trabajo y una exaltación del tiempo libre que se volvería realidad "si desarraigando de su corazón el vicio que la domina y envilece su naturaleza -proclamaba Lafargue-, la clase obrera se alzara en su fuerza terrible para reclamar, no ya los derechos del hombre, que son simplemente los derechos de la explotación capitalista, ni para reclamar el derecho al trabajo, que no es más que el derecho a la miseria; sino para forjar una ley de hierro que prohibiera a todo hombre trabajar más de tres horas diarias". Su propuesta auguraba un mundo nuevo: una jornada laboral máxima de tres horas y mejoras en el poder adquisitivo. Con esa estrategia que aunaría el goce de un abundante tiempo libre con un incremento de los ingresos, la clase obrera gozaría de más tiempo para consumir más bienes. Valiéndose de la implementación de una política laboral de este tenor, se favorecería el consumo interno y, a su vez, se eliminarían las crisis de superproducción periódicas resultantes de la introducción de la maquinaria en el proceso productivo.
Para los ideólogos del ocio, la emancipación del trabajo esclavo fue la promesa de un nuevo hombre, creativo, activo y humanista. Ese hombre nuevo erigiría una nueva deidad -invocada por un Lafargue con algo de revolucionario y con mucho de poeta romántico-, a la cual dedicó una disruptiva plegaria: "¡Oh Pereza, apiádate de nuestra larga miseria! ¡Oh Pereza, madre de las artes y de las nobles virtudes, sé el bálsamo de las angustias humanas!"
Lo cierto es que, en su antimanifiesto, Lafargue no sólo atacó unas cuantas tesis de su célebre suegro, sino que develó panfletariamente una realidad que, como sus discípulos antisistema del siglo XXI confirman, continúa vigente.
La fiaca antisistema
Amparadas en la llamada "ética del trabajo", las buenas conciencias se sienten tranquilas a sabiendas de que obedecen cierta norma de vida que conlleva dos premisas implícitas: si se quiere obtener lo necesario para vivir y alcanzar la felicidad, hay que hacer algo que pueda ser recompensado con un pago a cambio. Y trabajar es una actividad noble que jerarquiza a quien la ejerce y es moralmente perjudicial no hacerlo.
Pese a su prestigio, el concepto mismo de "ética del trabajo" no está libre de sospecha. En el universo corporativo, la ética, "palabra-detergente, se usa en todo momento para lavar las conciencias sin frotar", denuncia con impiadoso sarcasmo la francesa Corinne Maier en Buenos días, pereza, un best seller que conmocionó en 2004 el mundo empresarial. La crítica de Lafargue a la hipocresía burguesa, que hace del trabajo la suprema virtud y desenmascara el ocio creador como privilegio reservado a la clase dominante y fundado en la explotación de los asalariados, tendría esta discípula corporativa.
Su programa de acción, tan confrontativo como el de Lafargue, aunque aggiornato , se orienta a contrarrestar, solapadamente, el sojuzgamiento fagocitador que, en nombre de la ética empresarial, se ejerce sobre la masa corporativa. Su proclama parte de la premisa de que la empresa no es animada por ideales humanistas:
¡Oídme bien, ejecutivos medios de las grandes sociedades! Este libro provocador pretende "desmoralizaros", en el sentido de haceros perder la moral. Os ayudará a utilizar en vuestro provecho la empresa que os emplea, a diferencia de lo que ocurría hasta ahora, que era ella la que se aprovechaba de vosotros. Os explicará por qué trabajar lo menos posible redunda en vuestro interés y cómo se puede minar el sistema desde el interior sin que se note.
El teatro de operaciones de la pereza puede ser la empresa, organizada según condiciones productivas, en cronogramas preestablecidos y sujetos a rituales tan rígidos como impersonales, donde se da por descontada la consagración de los cuadros inferiores y medios de la empresa a su tarea. No obstante, este escenario corporativo difícilmente pase de ser un imaginario colectivo de lo que debería ser, idealmente, un lugar de trabajo. Porque la pereza no se muestra allí frontalmente, su combate no es abierto ni revolucionario, sino que se manifiesta en actos de interrupción e interferencias, las más de las veces indetectables.
Frente a la lógica productiva empresarial, Maier nos advierte la "moraleja de esta historia: si trabajas en una empresa, aunque no tengas nada que esperar, tendrás en cualquier caso algo que temer". Y aunque así lo exija el Homo economicus cretinus , no es cuestión de sucumbir al karochi , la muerte brusca que fulmina a los ejecutivos japoneses, ni al burn out , el estrés laboral que condujo a una epidemia suicida entre los ejecutivos de France Telecom. A modo de último recurso en legítima defensa, Maier recomienda perfeccionar el arte de no hacer nada: permanecer en la oficina hasta más tarde para hacer llamadas telefónicas personales, leer el diario, navegar por Internet o ingresar en las redes sociales (aconseja no salir jamás al pasillo sin un expediente bajo el brazo, porque las manos vacías pueden despertar la sospecha de que se va al bar). Y hasta simular que se lleva trabajo a casa, para transmitir la falsa impresión de que uno vive y hasta puede dar la vida por la empresa. La ideología fomentada en los valores corporativos durará un tiempo pero, concluye Maier remedando a Stalin, "la muerte siempre gana. El problema es saber cuándo".
Más dinero, más trabajo
La simulación desembozada alegremente en Buenos días, pereza no es sino una reacción intracorporativa a quienes ocupan los cargos gerenciales de alto nivel, los mismos que, como se suele decir, no trabajan para vivir sino que viven para trabajar. Es entendible que quien está compitiendo por un puesto o por un ascenso con otros aspirantes que consagran gran tiempo de su vida al trabajo, si desea "ascender", tiene que sacrificar al menos la misma cantidad de horas para contar con la posibilidad de ser seleccionado. La dinámica de la competencia puede conducir a la autoexplotación y llevar a que decrezca el tiempo libre, aun si los ingresos aumentan. Pero esa misma dedicación al trabajo se comprueba en individuos que alcanzaron un nivel de vida que les permitiría vivir holgadamente sin trabajar. La pregunta del millón, entonces, parece ser: ¿por qué, una vez que se cuenta con una abultada cuenta bancaria, se trabaja cada vez más, en lugar de abandonarse a la pereza?
La respuesta dista de ser simple. Por empezar, el deseo de reconocimiento y de poder son dos factores indeclinables. En Discretionary Time. A New Measure of Freedom , Robert E. Goodin observa que "estar ocupado" es un símbolo de estatus. Otra de las respuestas es de índole macroeconómica: cuanto más tiempo se consagra al trabajo, en principio, se debería ganar más dinero y se podría gozar de un mayor nivel adquisitivo (pudiéndose adquirir mayor número de bienes tangibles e intangibles, incluido el tiempo libre). Y por último, cuanto más se trabaja, más se gasta; y cuanto más se gasta, el consumidor se habitúa a gastar más, por lo cual necesita trabajar más (salvo que se viva de rentas heredadas o de la "timba" financiera). A semejanza de los adictos que desarrollan cierta tolerancia a las drogas, los consumidores necesitan dosis adicionales para mantener cierto nivel de satisfacción. Como el jugador empedernido en el casino, a medida que se gana más dinero, se siente la necesidad de ganar todavía más, exigiéndose entonces mayor dedicación horaria al trabajo. Esta vorágine adictiva socava, de más está decir, el goce de no hacer nada.
La otra cara del mundo corporativo y del deseo de riqueza perennemente insatisfecho son los "perezosos" forzados, los expulsados del mercado laboral. Cuando la incertidumbre prospera en un mundo donde las multinacionales no tienen ni siquiera un territorio (pues son una suerte de trotamundos que hacen del mejor postor o de los paraísos fiscales su efímera patria), cuando esas multinacionales pueden tornarse aves de rapiña que, una vez que un país anfitrión ya no sirve a sus intereses, levantan su vuelo en busca de otros horizontes, allí aparecen los costos de la impiadosa economía globalizada, tal como señala Zygmunt Bauman en Vidas desperdiciadas . Entre los expulsados prematuramente del sistema, víctimas "colaterales" si las hay, los más afortunados son antiguos trabajadores que, por la movilidad de las empresas, han perdido el trabajo y no logran reinsertarse en el mercado laboral tradicional, pero generan la proliferación de empleos atípicos: de tiempo parcial, trabajos temporarios, con horarios flexibles, teletrabajo.
Los ciberociosos
Pero no es el único sentido en que el trabajo ya no es lo que era. En Burbujas de ocio , Roberto Igarza advierte que el trabajo y el ocio como estrategia colectiva de realización ya no se oponen. Y fundamentalmente, se derribó la frontera entre el trabajo y el hogar, la vida pública y la privada, entretejidos cada vez más (el teletrabajo, las oficinas móviles, son una muestra apenas incipiente).
En este nuevo marco, la distancia entre la ociosidad y el ocio, hoy más que nunca, parece borrarse. En la era digital, la hiperconectividad creó nuevas formas de comunicación interpersonal. Si nos introducimos en el ocio que se vale de las nuevas tecnologías, observa Igarza, el límite se desdibuja más porque el cibernauta usa los tiempos intersticiales en sus horas de trabajo para ingresar en las redes sociales o en servicios de uso personal. En particular, la esfera productiva es invadida por los vínculos sociales privados y por el esparcimiento: mandar SMS, el chateo, el envío de una tarjeta de feliz cumpleaños, dejar un comentario en el blog de un conocido, sacar entradas para un recital, para el teatro o hasta pasajes aéreos, o simplemente, tentarse con la infinidad de presentaciones de PowerPoint que recibimos intermitentemente (en cadenas que cubren desde la adhesión a denuncias políticas o a presuntas causas humanitarias hasta mensajes que prometen fortuna, so pena de ser maldecidos con siete años de mala suerte si uno, sacrílegamente, corta la cadena). Una vez invadido el tiempo laboral, ¿dónde termina el otium y donde comienza la ociosidad? Por cierto, parecen demasiado imbricados como para ser distinguidos.
Pero desde tiempo atrás, cuando ni se soñaba con el ciberespacio, uno de los mayores desafíos fue cómo "llenar" el tiempo ocioso cuyo logro cristalizaba parcialmente la aspiración (en su nacimiento tenida por utópica) de reducir las horas de trabajo. Cuando se descubrió que el ocio también era una suerte de mercancía de la cual se podía sacar provecho, se crearon espacios de esparcimiento destinados a satisfacer nuevas necesidades, pues tal como Hannah Arendt observó en La condición humana , "el tiempo de ocio del animal laborans siempre se gasta en el consumo, y cuanto más tiempo le queda libre, más ávidos y vehementes son sus apetitos". Las actividades del tiempo libre (el turismo, el consumo cultural, el culto del cuerpo y la recreación) inauguraron desacralizados rituales. Hoy más que nunca, los recitales de rock, la asistencia a los cines y los estadios deportivos, las maratones, el consumo indiscriminado de revistas y de horas de televisión están plagados de usuarios recreacionales que buscan "matar el tiempo" (cuando, en rigor de verdad, es el tiempo el que nos mata). Pues no es raro que, en nombre del esparcimiento, se estimulen agendas agotadoras que terminen por ser tanto o más alienantes que las jornadas laborales: unas vacaciones all inclusive se promocionan con un cronograma imposible de cumplir. La paradoja es que la pereza parece desprovista de todo interés y apenas atractiva para quienes persiguen emociones más estimulantes. Al mismo tiempo, por su carácter transgresor, puede ser una maldición pero también una bendición deshacerse del teléfono móvil, de la agenda electrónica, de las agendas de cualquier clase.
Es verdad, sin embargo, que otro paradigma posible es hacer del ocio una oportunidad para desarrollarnos social y colectivamente, escogiendo actividades que enriquezcan los proyectos personales, como sujetos comprometidos con el mundo y no como meros espectadores pasivos de lo que nos toca vivir.
Apología de la pereza
Al trabajo fuimos arrojados por un castigo bíblico. Cuando la pareja primordial desobedeció el mandato divino de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, Adán y Eva no sólo fueron expulsados del Paraíso sino que, como si no bastara con semejante maldición, Jehová castigó al hombre con el deber de ganarse el pan con el sudor de su frente. El estigma que unió al hombre con el trabajo perdura todavía hoy. Y en defensa del imperativo divino, aún se cree -tal vez a modo de consuelo de esa pérdida transgeneracional- que mientras que la pereza deshumaniza al ser humano, el trabajo lo humaniza.
Tal vez como un resabio tardío de lo perdido, se descubre en la pereza cierto aspecto paradisíaco que nos seduce. A fin de cuentas, el mismísimo Jehová nos aleccionó con su pereza ejemplar: tras seis días de trabajo, el séptimo descansó... y era Dios. Nosotros, ni cortos ni perezosos (nunca mejor dicho), frágiles y culpógenos, multiplicamos el castigo bíblico hacia ámbitos insospechados hasta para el mismísimo Creador: "debería adelgazar", "debería levantarme más temprano", "debería hacer gimnasia", "debería dejar de fumar", "debería estudiar inglés", en una cascada de mandamientos profanos, creados por una creatura que ni Dios pensó tan vulnerable. Una retórica del deber tanto o más constrictiva que la consagración del monje que se resiste a la pereza. Porque en cuanto autoimpuesta, ni siquiera nos hace falta esperar otra vida para recibir el merecido castigo sino que, mucho más eficaz, la ruina nos amenaza, por decirlo de algún modo, hic et nunc . El costo existencial de menospreciar el valor de la pereza es someternos sin descanso a imperativos que dirigen nuestras vidas, imponiéndonos metas las más de las veces triviales que cercenan nuestros deseos más genuinos.
No se trata de perpetuar el no hacer nada, ni siquiera de endiosar un dolce far niente que, con el correr de los días, lo más probable es que nos suma en un sopor insoportable. Pero sí de tener la sensibilidad, llegada la ocasión, de ser capaces de cultivar la pereza, como se cultiva la amistad o el amor. A fin de cuentas, ¿por qué no dejarse llevar, de tanto en tanto, por el regocijo de la actividad de la no actividad, por el goce útil de lo inútil que se parece, si la hay en alguna parte, a la libertad? ¿Por qué no sucumbir a ese ocio adánico?
Si aceptamos que, más que un pecado mortal, la pereza es una experiencia humana, tal vez sea ése el primer paso para terminar aceptándonos como somos, sin luchar codo a codo para demostrar nada a nadie. Por empezar, ni siquiera a nosotros mismos.
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